Tras una interrupción
mucho más prolongada de lo que me gustaría en la publicación en
este blog, hoy vamos a continuar; y, ni más ni menos, que lo haremos
internándonos en el séptimo capítulo de esa magna obra que es el
«Ulises» de Joyce. Si en el capítulo anterior el autor se centraba
en una de las constantes de la vida: la muerte; en este nos centramos
en otra: el trabajo, pero siempre bajo la peculiar estética
Joyceana, porque trabajo, lo que es trabajo, vemos más bien poco.
En primer lugar, por
seguir las buenas costumbres, no puede faltar el esquema:
Título: «Eolo.»
Hora: 12 – 1
Color: Rojo.
Personas: Eolo, Hijos,
Telémaco, Mentor, Ulises.
Técnica: Simboleutiké,
Dikaniké, Epideíctica, Tropos.
Ciencia, arte: Retórica.
Sentido: La irrisión de
la victoria.
Órgano: Pulmones.
Símbolo: Máquinas,
viento, hambre, cometa, destinos fracasados, prensa, mutabilidad.
Y por una vez, y sin que
sirva de precedente, este esquema sí que tiene su relación con el
capítulo en cuestión, clara en ocasiones, un poco más discutible
otras. Pero vayamos por partes.
En primer lugar, el
título: Eolo, como sin duda sabéis, es el dios de los vientos de la
mitología griega; y, sorprendentemente, el viento sí que juega un
cierto papel en este episodio, un papel irrisorio, puesto que
veremos más adelante que todo el capítulo está construído sobre
una capa constante de ironía, pero un papel al fin y al cabo. Y es
que el viento llega a tirar los papeles de una mesa, así, sin más.
Un fenómeno sin ninguna importancia, pero algo es algo.
Claro está, que
probablemente haya un significado más profundo en todo esto y es que
todo la narración (especialmente en su comienzo y en su final) está
imbuída de una actividad casi frenética, desde los tranvías (que
son descritos nada más empezar y aparecen de nuevo poco antes de que
acabe el capítulo consolidando una estructura circular) hasta los
trabajadores del periódico, todo rezuma dinamismo. Incluso Bloom
trabaja, por increíble que parezca. Y el pobre hombre parece
bastante estresado, no solo porque en ningún momento consigue su
objetivo de cerrar un contrato con un anunciante, sino porque sus
compañeros de trabajo y habituales de su rotativo parecen tenerlo en
muy poca estima: lo ignoran, se burlan a sus espaldas, lo tratan de
forma insultante (si yo fuera el bueno de Leopold ya los habría
mandado a tomar por culo, que es exactamente lo que le dicen que haga
con su cliente) e incluso llegan a golpearle en un par de ocasiones
(siempre sin querer, por supuesto, no es que haya violencía física
per se contra él, no por ahora al menos).
En cuanto al color, sí
que resulta un poco más difícil de adjudicar, pero quizás debemos
fijarnos en la historia que cuenta Stephen al final del
episodio, que él mismo titula «Visión de Palestina desde el Pisgá
o la parábola de las ciruelas». Lo que nos cuenta Dedalus es la
historia de unas señoras que se suben a la columna de Nelson y desde
allí se comen unas ciruelas arrojando sus huesos al Dublín que se
encuentra a sus pies. Nada del otro mundo, como vemos, pero el joven
artista sí que se preocupa de remarcar bastante el color rojizo del
fruto, aunque nunca directamente.
Deciros también que
esta historia intranscendente, ha sido objeto de múltiples
interpretaciones: desde los que ven en ella una crítica al
nacionalismo o la iglesia irlandesa, hasta los que le buscan un
significado de carácter sexual basándose en un juego de palabras en inglés totalmente intraducible (no en vano, a sus acompañantes
parece hacerles gracia la aparentemente insulta historia).
Por cierto sí, habéis
leído bien, en el capítulo séptimo por fin aparecen juntos Bloom y
Stephen (Ulises y Telémaco en el esquema). Bueno, juntos, juntos,
tampoco. Para ser justos, al principio está Leopold y, al poco de
irse aparece Stephen. Solo después coinciden en dos momentos, aunque
en el primero de ellos Bloom está al teléfono y en el segundo ni se
dirigen la palabra (aunque sí que podemos ver alguno de sus
pensamientos sobre el joven Dedalus). No es casualidad que este
encuentro se produzca a estas alturas de la novela, como ya sabéis,
los tres primeros han capítulos han estado centrados en Stephen y
los tres segundos en nuestro Odiseo particular, por lo que tiene su
lógica que en el séptimo aparezcan los dos. Y esta aparición se
contagia también a la narración, puesto que el monólogo interior
de ambos aparece en el capítulo; cada uno en su momento, claro.
Sin embargo, se produce
alguna dificultad al intentar analizar una frase del capítulo que
dice como sigue:
«A menudo he pensado
desde entonces al mirar atrás hacia aquel extraño episodio que fue
aquella pequeña acción, trivial en sí misma, aquel encender de una
cerilla, lo que determinó todo el curso posterior de nuestras dos
vidas.»
La cuestión difícil de
resolver es: ¿quién piensa esto? En ese momento está Stephen en
escena, pero ni esto es el típico pensamiento del rebuscado artista,
ni ese encender de una cerilla tendrá la más mínima repercusión
en su vida ni en la novela. ¿Quién lo piensa entonces? En mi
opinión, se trata de uno más de los juegos retóricos del capítulo,
una retórica pseudofilosófica empleada con un gran sarcasmo, por lo
que le podríamos adjudicar la voz del narrador, o no, eso ya depende
de cada uno.
Y es que, como vemos tanto en
la técnica como en la ciencia y el arte, el capítulo versa sobre la
retórica. Retórica empleada como burla, como mofa, con ironía a
muchos niveles distintos. Por un lado, los propios contertulios que
se juntan en la redacción se ríen de la retórica inflada tan en
boga en esos momentos. Por otro lado, el propio narrador emplea un
lenguaje recargado en muchas ocasiones, repleto de redundancias
(«Carreteros de botas enormes sacaban rodando barriles retumbantes
de los almacenes Prince y los colocaban con un chocazo en el carro de
la cervecera. En el carro de la cervecera chocaban retumbantes
barriles que eran sacados rodando por carreteros de botas enormes de
los almacenes Prince.» es un buen ejemplo) y multitud de figuras
retóricas y tropos (el lenguaje va asumiendo cada vez más su
protagonismo central en la obra, no os olvidéis de esto). Para colmo
de males, el único momento en que los personajes del capítulo
alaban un discurso retórico (y es que es bueno de verdad), el orador
se ve interrumpido por un eructo, una muestra más de la comicidad de
la novela.
Antes de acabar,
mencionar un par de cosas. Primero, las constantes referencias al
resto de la obra, bien sea en forma de leitmotiv (el «Don
Giovanni» de Mozart, la muerte de la madre de Stephen, y alguno
nuevo como el acertijo de la ópera) o bien en forma de anticipación
(en un determinado momento se habla sobre un famoso asesinato
cometido en Dublín en la época por un tal Pellejocabra, personaje
del que se volverá a hablar en la novela; se menciona incluso a
Penélope que aquí será Molly Bloom, en la cual estará
centrada por completo el fantástico último episodio).
En segundo lugar, alabar
el buen hacer de Joyce en la construcción de la trama de la novela,
por muy banal que esta sea. El encargo que le hacen a Stephen en el
segundo episodio, es lo que le lleva al periódico y lo que propicia
el primer encuentro con Bloom. Otro ejemplo: sabemos que Stephen
tiene deudas, pues ahora nos enteramos de que a Leopold le deben
dinero, una muestra más del paralelismo divergente entre ambos
personajes (como el hecho de que la muerte de la madre haya marcado
mucho a uno y la muerte del padre al otro).
Y de nuevo, una entrada
mucho más larga de lo que esperaba, y aún se me quedan muchas cosas
en el tintero, pero tampoco es mi intención aburriros. Seguiremos,
en breve esta vez, con el próximo capítulo, aunque antes me
gustaría seguir hablando de cine.